Miles de estrellas en el cielo, un coro de coquíes deleitaba a su audiencia, la brisa olía a sal y… se abrió la puerta, alguien prendió el aire acondicionado, abrí los ojos y ya no estaba en paz. Lo que se escuchaba era el chillido de la máquina del aire, me atraía la luz azul de la pantalla de mi celular y apestaba a ropa sucia. Justo como quería estar y donde debía ser: en la soledad de mi persona.
Eran las diez y veinticinco de una noche de verano del dos mil dieciocho cuando me percaté de que no tenía amistades. No tenía a quién contarle de la vida, de mis papelones, de mis alegrías ni de mis amarguras. Rara la vez publicaba en las redes sociales y si lo hacía, todo estaba bien; a menos que recurriera a un sarcasmo agudo que se supone que la gente entendiera porque esa era la moda entre los millenials.
No confiaba mis secretos a mi familia debido a traumas de la niñez: mi abuela materna diseñó mi boda luego de que mi madre le dijera que un niño de la escuela estaba enamorado de mí. Palabra que nunca usé: “enamorado”, algo que ya no quiero en la vida: “boda”. Gracias, “mujeres de mi vida”.
Vivo una vida muy reservada, tanto que hasta yo misma me creo las mentiras que elaboro porque no tengo quién me desmienta. Es triste. Hay veces que no recuerdo una memoria precisamente por haberla distorsionado tanto. No me arrepiento por completo, pero sí me gustaría que fuera como en Snapchat o Instagram, que puedo guardar la versión editada de la foto como nueva, no sobre la ya existente. Aunque eso igual sigue siendo una opción… asumo que mi cerebro debería funcionar algo similar.
Una peseta del tiempo después encontré música en la lluvia de la que se lucra Ricardo Arjona: “el agua del grifo de los ojos”. Mis pensamientos no me dejaban en paz y el complejo de persecución se había activado. Si alguna vez interactué contigo en el transcurso de la vida antes de hoy, probablemente estaba pensando en ti.
Al igual que existe el quinto sueño, existe el “quinto pensamiento”, que es donde estoy la mayoría del tiempo. Ese “piropo” de: “Debes estar cansadx de estar corriendo todo el día por mis pensamientos”, lo podemos relacionar con las peleas y debates constantes que tengo con ustedes en mi cabeza. Por eso tomo mucha agua, aunque no hable ni me mueva mucho, allá arriba tengo toda una rutina verbal y física que no compara con la habilidad de Barack Obama ni la de Sammy Kitwara, respectivamente.
La pelea de esta vez era por decidir si descontinuar mi amistad con mi exnovio. Siempre la pasábamos bien cuando nos reuníamos, pero era como revivir muertos por mensaje de texto. Era una amistad tóxica y lo sabía, pero él había sido mi persona favorita desde enero del dos mil quince y no estaba lista como para dejar ir de mi vida a alguien tan relevante. Siempre fue así. El peor comunicador, pero la mejor compañía del mundo. Nunca había conocido a alguien tan desinteresado en continuar una conversación, en expresar lo que realmente sentía y quería en la vida ni que le importara lo que “su amor” sintiera o llorara a consecuencias de su indiferencia.
Yo sabía que él tenía rasgos de psicópata, y se lo dije todas las veces que lo pensaba o me lo reafirmaba con su forma de ser. Nunca le importó. Psicópata. Precisamente por eso intenté que las cosas salieran bien, por no juzgar a un libro por su portada y con las esperanzas de que mi sexto sentido estuviera fallando. Estaba más agudo que nunca…
Quizás era la hora. Definitivo. Mis pensamientos se convertían en el canto de coquíes. Los vecinos estaban de vacaciones o muy lejos como para escuchar mi despecho a lo Kany García con tono a lo Shakira. El vídeo musical imaginario que corría al fondo se veía bien a través del espejo. Fui artista en otra vida, de las que les saca dinero a sus problemas…
Hoy ya era y para mí seguía siendo ayer porque todavía no había cerrado los ojos ni soñado con mis mil y un amores platónicos de la vida ni había ganado mi primer caso en el Tribunal Supremo del país que fuera en el que me encontrara en mis sueños. Australia o Estonia, aunque no hablara el idioma. Es curioso cuántos países he visitado en sueños y que ni una vez me hayan ponchado el pasaporte ni denegado la entrada en alguna frontera ni que hubiera cruzado alguna que no fuera parte del Schengen.
Solo tengo un ponche en el pasaporte y fue porque hice escala en Frankfurt para poder llegar a Polonia en el verano del dos mi dieciséis. Y como tuve que salir del edificio del aeropuerto para cambiar de terminal, técnicamente llegué a estar en Alemania. Las nubes eran igual de raras que en Puerto Rico y la gente se parecía mucho a los gringuitos que se idolatran en casa. Gran cosa, no sé si vuelva.
Hay un libro en mi mesa de noche que ha viajado más que yo. Fue impreso en Bogotá en el “aniversario del nacimiento de José León Barandiarán” del 1989, de alguna manera llegó a los anaqueles de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico, fue descartado y un día terminó en mis manos. Llevo desde abril intentando leerlo y todavía voy por la página ciento treintaicinco de doscientos seis. Sé que el Código Civil Colombiano es inspirado en el Código Francés y que los colombianos tienen un desastre con los grados de culpabilidad porque no los distinguen al momento de legislar. Allá ellos y la ambigüedad.
Pensando en el mañana, quizás me arregle las uñas y continúe con mi escritura libre. Lo aprendí en un taller de freelancing. Solo fui a ese taller porque pensé que sería sobre periodismo freelance, pero resultó ser de cómo ser un entrapenuer. Tenía tiempo para pararme e irme del salón del taller antes de que comenzara, pero me había encontrado con una pareja que conocía y no quería que se cuestionaran mi ausencia repentina o la confundieran con celos ni vergüenza. En fin, no estuvo tan mala la experiencia. De algo sirvió.
Irónicamente, esta es la primera vez que hago algo así. Siento que estoy leyendo mis propios pensamientos. Podría convertir esto a formato “.pdf”, enviarlo a un psicólogo y me ahorro la visita. Si fuera a hacer eso, debo incluir un watermark ridículo para que no vendan mis historias y se conviertan en todo un éxito. Probablemente me termine refiriendo a un psiquiatra que me recetará unas pastillas que no me voy a tomar, porque no las trago ni me interesa. Si fuera a pasar por todo eso, solo sería para que me hagan lecturas del cerebro con la máquina esa que solo he visto en películas donde intentan estudiar al monstruo de Frankenstein o resucitar con electricidad a la gente que murió hace rato, entre otras situaciones que no recuerdo a esta hora…
¿Mónica sabrá que su hilo de congruencia
se parece a la ruta de la montaña rusa
Cheetah de Busch Gardens?
Eran las diez y veinticinco de una noche de verano del dos mil dieciocho cuando me percaté de que no tenía amistades. No tenía a quién contarle de la vida, de mis papelones, de mis alegrías ni de mis amarguras. Rara la vez publicaba en las redes sociales y si lo hacía, todo estaba bien; a menos que recurriera a un sarcasmo agudo que se supone que la gente entendiera porque esa era la moda entre los millenials.
No confiaba mis secretos a mi familia debido a traumas de la niñez: mi abuela materna diseñó mi boda luego de que mi madre le dijera que un niño de la escuela estaba enamorado de mí. Palabra que nunca usé: “enamorado”, algo que ya no quiero en la vida: “boda”. Gracias, “mujeres de mi vida”.
Vivo una vida muy reservada, tanto que hasta yo misma me creo las mentiras que elaboro porque no tengo quién me desmienta. Es triste. Hay veces que no recuerdo una memoria precisamente por haberla distorsionado tanto. No me arrepiento por completo, pero sí me gustaría que fuera como en Snapchat o Instagram, que puedo guardar la versión editada de la foto como nueva, no sobre la ya existente. Aunque eso igual sigue siendo una opción… asumo que mi cerebro debería funcionar algo similar.
Una peseta del tiempo después encontré música en la lluvia de la que se lucra Ricardo Arjona: “el agua del grifo de los ojos”. Mis pensamientos no me dejaban en paz y el complejo de persecución se había activado. Si alguna vez interactué contigo en el transcurso de la vida antes de hoy, probablemente estaba pensando en ti.
Al igual que existe el quinto sueño, existe el “quinto pensamiento”, que es donde estoy la mayoría del tiempo. Ese “piropo” de: “Debes estar cansadx de estar corriendo todo el día por mis pensamientos”, lo podemos relacionar con las peleas y debates constantes que tengo con ustedes en mi cabeza. Por eso tomo mucha agua, aunque no hable ni me mueva mucho, allá arriba tengo toda una rutina verbal y física que no compara con la habilidad de Barack Obama ni la de Sammy Kitwara, respectivamente.
La pelea de esta vez era por decidir si descontinuar mi amistad con mi exnovio. Siempre la pasábamos bien cuando nos reuníamos, pero era como revivir muertos por mensaje de texto. Era una amistad tóxica y lo sabía, pero él había sido mi persona favorita desde enero del dos mil quince y no estaba lista como para dejar ir de mi vida a alguien tan relevante. Siempre fue así. El peor comunicador, pero la mejor compañía del mundo. Nunca había conocido a alguien tan desinteresado en continuar una conversación, en expresar lo que realmente sentía y quería en la vida ni que le importara lo que “su amor” sintiera o llorara a consecuencias de su indiferencia.
Yo sabía que él tenía rasgos de psicópata, y se lo dije todas las veces que lo pensaba o me lo reafirmaba con su forma de ser. Nunca le importó. Psicópata. Precisamente por eso intenté que las cosas salieran bien, por no juzgar a un libro por su portada y con las esperanzas de que mi sexto sentido estuviera fallando. Estaba más agudo que nunca…
Quizás era la hora. Definitivo. Mis pensamientos se convertían en el canto de coquíes. Los vecinos estaban de vacaciones o muy lejos como para escuchar mi despecho a lo Kany García con tono a lo Shakira. El vídeo musical imaginario que corría al fondo se veía bien a través del espejo. Fui artista en otra vida, de las que les saca dinero a sus problemas…
Hoy ya era y para mí seguía siendo ayer porque todavía no había cerrado los ojos ni soñado con mis mil y un amores platónicos de la vida ni había ganado mi primer caso en el Tribunal Supremo del país que fuera en el que me encontrara en mis sueños. Australia o Estonia, aunque no hablara el idioma. Es curioso cuántos países he visitado en sueños y que ni una vez me hayan ponchado el pasaporte ni denegado la entrada en alguna frontera ni que hubiera cruzado alguna que no fuera parte del Schengen.
Solo tengo un ponche en el pasaporte y fue porque hice escala en Frankfurt para poder llegar a Polonia en el verano del dos mi dieciséis. Y como tuve que salir del edificio del aeropuerto para cambiar de terminal, técnicamente llegué a estar en Alemania. Las nubes eran igual de raras que en Puerto Rico y la gente se parecía mucho a los gringuitos que se idolatran en casa. Gran cosa, no sé si vuelva.
Hay un libro en mi mesa de noche que ha viajado más que yo. Fue impreso en Bogotá en el “aniversario del nacimiento de José León Barandiarán” del 1989, de alguna manera llegó a los anaqueles de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico, fue descartado y un día terminó en mis manos. Llevo desde abril intentando leerlo y todavía voy por la página ciento treintaicinco de doscientos seis. Sé que el Código Civil Colombiano es inspirado en el Código Francés y que los colombianos tienen un desastre con los grados de culpabilidad porque no los distinguen al momento de legislar. Allá ellos y la ambigüedad.
Pensando en el mañana, quizás me arregle las uñas y continúe con mi escritura libre. Lo aprendí en un taller de freelancing. Solo fui a ese taller porque pensé que sería sobre periodismo freelance, pero resultó ser de cómo ser un entrapenuer. Tenía tiempo para pararme e irme del salón del taller antes de que comenzara, pero me había encontrado con una pareja que conocía y no quería que se cuestionaran mi ausencia repentina o la confundieran con celos ni vergüenza. En fin, no estuvo tan mala la experiencia. De algo sirvió.
Irónicamente, esta es la primera vez que hago algo así. Siento que estoy leyendo mis propios pensamientos. Podría convertir esto a formato “.pdf”, enviarlo a un psicólogo y me ahorro la visita. Si fuera a hacer eso, debo incluir un watermark ridículo para que no vendan mis historias y se conviertan en todo un éxito. Probablemente me termine refiriendo a un psiquiatra que me recetará unas pastillas que no me voy a tomar, porque no las trago ni me interesa. Si fuera a pasar por todo eso, solo sería para que me hagan lecturas del cerebro con la máquina esa que solo he visto en películas donde intentan estudiar al monstruo de Frankenstein o resucitar con electricidad a la gente que murió hace rato, entre otras situaciones que no recuerdo a esta hora…
¿Mónica sabrá que su hilo de congruencia
se parece a la ruta de la montaña rusa
Cheetah de Busch Gardens?